A pesar de que estamos viviendo unos atípicos meses de Junio y principios de Julio: frescos, tormentosos y lluviosos, no me cabe la menor duda de que el verano está a punto de aterrizar en Madrid. De lo que sí he podido disfrutar es de los largos anocheceres de junio, en los que parece que el inmenso cielo azul no va a oscurecer nunca y el sol se resiste, hasta la última ráfaga de luz, a desaparecer del firmamento.
Madrid cobra una vida inusitada en este mes: las terrazas inundan las calles de la capital. Las ropas se acortan sorprendente y velozmente, dejando paso a los pantalones cortos, las camisetas y a otras ropas más sugerentes con las que poder ver las pieles un poco más morenas por las horas de sol. El cuerpo te pide salir más: disfrutar del aire libre, vivir la noche, tomar helados, sentarte en la hierba fresca de los parques, pasear por la calles de la ciudad.
De alguna manera, el verano siempre nos trae recuerdos de nuestra infancia, nos reconcilia con nuestra parte más lúdica y vital. Aquellos tiempos en los que teníamos tres largos meses para disfrutar de la vida. Quizás en esos momentos no eramos conscientes de lo valiosas que eran las vacaciones, aunque nuestro inconsciente y el sexto sentido que tienen todos los niños nos aferraban al disfrute y la diversión de aquellos maravillosos tiempos estivales.
Algunas de las canciones que más me fascinan recuerdan con idolatría y nostalgia los veranos de ensueño: aquel día que aprendimos a montar en bicicleta. Cuándo nos fuimos de campamento para descubrir el valor de la amistad ó defendernos y ser autosuficientes unos cuantos días. Algún verano sentimos que las chicas no sólo servían para meternos con ellas y ridiculizarlas, también empezamos a vislumbrar que podrían ser las personas más importantes de nuestras vidas. Ese primer beso que se mantiene intacto e intocado en nuestra memoria, en ocasiones por ser furtivo y romántico, robado y apasionado.
Noches eternas para circular con la bicicleta y soñar con que puedes hacerla volar cómo en E.T., El Extraterrestre y sentir que no quieres que amanezca nunca. Persecuciones por el barrio jugando a la liebre, al rescate nos permitían tirarnos cómo boinas verdes sobre el césped y escondernos detrás de los rosales mientras cuchicheábamos sobre lo buena que estaba alguna de nuestras compañeras de clase ó las cagadas y torpezas de nuestros infatigables amigos. El colajet -el famoso polo de Camy- y su cabeza de bombón, su cuerpo de vainilla y limón, su base de coca-cola... ¡y encima tocaba premio!, y repetíamos.
Tardes y noches de partidos interminables de fútbol y baloncesto. Empezábamos con un sol radiante y acabábamos practicamente a oscuras, sin ver el balón y riéndonos por los fallos del portero de turno ó viendo la trayectoria de la pelota perdiéndose al final del parque tras un disparo malo y excesivo.
El "monkiki", un arbusto bajo con muchas ramas para trepar y grandes hojas con las que cobijarse de las miradas ajenas, que se convirtió en nuestra segunda casa. Aquella herida de Antonio-un compañero de colegio- en la pierna al pisar una reja abierta mientras corría para patear una lata de coca-cola y reiniciar la partida en el bote-bote.
Cientos de mañanas soleadas refrescándonos con el agua de el aspersor de riego, las batallas de globos de agua, dónde la víctima preferida era la chica que tenía los pechos más desarrollados ó el sujetador más sugerente. Las presas de barro, las partidas de fútbol con chapas...
Todos estos recuerdos forman parte de la etapa más feliz de mi vida. Un album de recuerdos inolvidables y apasionantes. Hace más o menos dos años, una noche de mayo, el mes que anuncia la cercanía del verano, fui a ver a un grupo norteamericano llamado Marah. No sabía demasiado de ellos más alla del sabio consejo de mi amigo Diego sobre la conveniencia de verlos y algunas elogiosas referencias en la prensa especializada. No lo dudé, raro en mí, y compré la entrada para verlos en directo. Me sorprendió mucho su calidad como músicos, sus alegres, rápidas y armónicas guitarras. Su gusto por el ritmo y la melodía, la fuerte presencia de la armónica y el teclado en sus temas. El aire folk, country y rock de todas sus composiciones. Muchas de ellas recreaban viajes, uno de ellos en España, tiempos apasionantes cómo la adolescencia y la infancia y experiencias imborrables ocurridas en Verano.
Aquellos largos y calurosos veranos.
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